martes, 19 de junio de 2012

Disneyland Paris

En el maravilloso viaje que hicimos la semana pasada a Disneyland Paris, aparte de la magia que fluía por cada una de las casas de época, del dragón del castillo de las princesas que realmente pareciera que la custodiara,del pavor que produce la torre del hotel con caída libre desde un ascensor quince plantas para abajo y otras tantas para arriba, de los decorados perfectos de cine, del magnetismo de los personajes Disney, del espectáculo de fuegos artificiales e imágenes alrededor del impresionante castillo, de los cuentos en miniatura vistos desde un barco, de las cascadas de agua desde la cara de un pirata gigantesco excavado en la piedra, de un árbol que salía y entraba por una casa de juguete, inmenso, pareciera que tenía vida, del laberinto de Alicia en el País de las Maravillas, de la cabalgata de los sueños, del Buzz-Lighyear de tres metros, de las escenas con coches haciendo malabares, de los restaurantes tematizados, de la casa de Peter Pan, del recorrido por la casita de Pinocho, de las fuentes decoradas con mil motivos, del gato de Alicia moviendo los ojos entre jardines, de la casa de los Robinsones, del recorrido subterráneo entre piratas, de las montañas rocosas allí instaladas, del tren de carbón subterráneo, de la auténtica ciudad del oeste, del barco que recorre el MIssissipi, de los coches de los años cincuenta con colores vistosos, del simulador de la nave de Star-Wars, de todo ello me quedo con mis soldados verdes, esos con los que yo jugaba en la infancia y que me traje para mi casa para seguir disfrutando como otro niño más.

Esos pequeños guerreros, los de la película Toy Story, eran los que me hacían evadirme a las batallas matutinas entre rosales, palmeras y arriates de estiécol.  Cuantas horas disfrutando de ellos, organizándolos por formas, preparando ataques y defensas.

Con ellos no ha pasado el tiempo, conmigo tampoco.

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