viernes, 27 de septiembre de 2013

Sobre la locura de los hombres

Cada vez entiendo menos a la raza humana, aunque sea otro especimen raro que la habita.

Dos asesinatos que ocurrieron ayer en el transcurso de horas en los extremos opuestos del país me dicen que aquello que puede llegar a pasar por la mente de un hombre o de una mujer es un misterio que cada vez se me hace más incomprensibles. Uno que mata en una consulta médica a su yerno con una escopeta con una orden de alejamiento en un pequeño pueblo de Sevilla y la muerte oscurísima de una niña de once años a manos de su madre y de su padre presuntamente,  en un bosque, con sedantes de por medio, abogados prestigiosos, imaginarias herencias y un transfondo de locura que flota por el ambiente me hacen sospechar que no importa la nacionalidad, la raza, la cultura, el fondo social o el dinero, simplemente, la irracionalidad y los momentos de enajenación que le pasan a una persona por su cabeza nunca jamás los podré entender.

No hay palabras para el arrepentimiento, ni el ajuste de cuentas, ni siquiera la bebida o las drogas, cuando los fantasmas demoníacos o llamémosle como queramos entran en la mente, nada ni nadie les puede parar.

Ni el miedo puede con ellos.

sábado, 14 de septiembre de 2013

El hombre del saco

El hombre dejó su saco junto a los escalones de entrada, saludó a la mujer mayor, muy mayor, sin edad para ser más exacto, que se encontraba detrás del mostrador. Ella, sin decir nada, se fue hacia el patio que daba acceso a su casa y al momento salió un chico que le dió dos palmadas en el hombro, buscó en el cajón y le dió una cajetilla de celtas cortos. El hombre sonrió agradecido con esa boca escasa en dientes que no le hacían mayor, simplemente, eran faltas de los avatares de la vida.

Juntos salieron a la calle y se sentaron en el primer escalón del estanco. Hablaron de cosas del pueblo, pasó el maestro camino de la barbería, en la puerta de su tienda se asomó Antonia Notario, les miró a lo lejos pero no les dijo nada, pues su vista no alcanzaba hasta donde estaban ellos. Algunos niños más se sentaron junto al hombre del saco, bromeaban, mujeres subían la empinada cuesta con cestas de mimbre cargadas de compras del cercano mercado.

Bartolo les decía adiós con la alegría que daba su libertad, pero esa era también su forma de ser.

Han pasado tantos años como recuerdos, pero en mi mente siempre estará el hombre que eligió vivir con su armónica, su perrillo y su cueva como compañeros.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Cuento de verano: la luz de los aviones

En esta tarde fría en la que los últimos aviones rezagados se preparan para pasar el invierno en Africa, en la que las blancas nubes se hacen dueñas del cielo, en la que los últimos rezagados se pegan los chapuzones en la piscina, los niños apuran sus jornadas de vacaciones antes del colegio, una triste historia  contada este verano, verídica, en esos años en los que vivir en un pueblo pequeño se hacía difícil, pero más aún, si vivías en pleno campo, años de hambre, de enfermedades, de penurias y de tristeza.

" Cada atardecer la niña se alejaba un poco de la casa, apenas unos metros, los suficientes para sentirse en soledad con ella misma. Eran esos pequeños momentos que tenía de descanso en la ajetreada vida al cuidado de animales, el pequeño huerto y dos habitaciones que configuraban su pequeño hogar.

Su padre preparaba mientras tanto la cena, escasa, pero era lo que había.

Veía los aviones cruzar entre luminosas estrellas y soñaba...

Una mañana de verano, dos años antes, Carmen, la mayor de las hermanas comenzó a sentir fuertes dolores de cabeza que no remitieron con el paso de las horas. Durante la madrugada, el dolor aumentó en demasía. Cuando el médico rural llegó era demasiado tarde. Antonia no entendía nada, llantos, lágrimas y su hermana que no aparecía por lugar alguno. Su madre la abrazó intentando consolarla, mientras Juana, la siguiente en edad, se hacía la fuerte. Un avión recorrió el cielo en ese instante.

A los tres meses llegó el otro mazazo: La tuberculosis se llevó en pocos días a varios vecinos de la familia, y entre ellas a la hermana, nada se pudo hacer. La zona quedó en cuarentena y en vigilancia, pero para todos el sobrevivir se hizo cuestión de fe. La pérdida de las dos hijas había sumido en la desesperación más absoluta a Carmen, pero sacaba fuerzas de las pocas que tenía para mimar a la pequeña.

Una mañana de primavera, luminosa como pocas, José entró a desayunar a la casa, pues había madrugado para intentar cazar algo por los alrededores, y encontró a su mujer muerta sobre la cama. Había en ella una expresión suprema de tristeza y un brillo especial en sus ojos.


Han pasado sesenta años y la niña aún recuerda cómo se refugiaba tras la tapia esperando que la luz de los aviones le trajese a casa a sus hermanas y a su madre "