martes, 12 de abril de 2011

La venganza...

"Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo".

Así comenzaba el libro que cogiste esta mañana de la biblioteca.

"La familia de Pascual Duarte", de Camilo José Cela.

Tentado estuviste de estamparlo con la pared de la celda cuando leíste la primera frase, pero no, seguiste leyendo un poco, más por curiosidad que por otra cosa.

“ Sí, yo también podría escribir mi propia historia “, incluso tienes pensado el título que le pondrías: "Memorias de un hijo de puta".

Te suena bien.

Piensas que eres un cabrón redomado con todas y cada una de las letras, tildes y adjetivos que se le quieran poner. Aún no has cumplido los treinta años, ya has pasado por la cárcel varias veces. Al principio por asuntillos menores, robos con intimidación, trapicheo, pero esta última ha sido más gorda. Lo peor es que no te arrepientes. Piensas en Marga, tu mujer, no sientes lástima o pena por ella, al contrario. Seguramente estará temerosa de que cumplas la condena, como otras veces y que vayas de nuevo a buscarla. Sabes que ella te teme, como casi todos, pero te da igual. Le darás besos, le dirás palabras bonitas que habrás escogido en tu estrategia previamente pensada para poder volver con ella sin que te denuncia y cuando sea tuya de nuevo, las palizas, los malos tratos, las borracheras volverán a tu casa contigo. Y no hablemos de tu hijo, quién tiene que ir mintiendo por su colegio para no decir que su padre está en la cárcel. Pero esta vez es diferente, no habrá regreso, o no tan pronto, como pasó en las cinco ocasiones precedentes. Te pasaste de la raya, veinte años no te los quita nadie y lo sabes. No te preocupa, no te arrepientes, no te lamentas, ninguna lágrima ha caído jamás por tus ojos. Simplemente temes que se olviden de ti, Marga, Pedro, tu hijo, los pocos amigos que te quedaban. “ Tu gran noche “ comenzó muchas horas antes, aún no había amanecido y ya estabas recorriendo los primeros bares que abrían en el pueblo. No, tú no te contentabas con un café, no tú eras el más duro, el que tomaba las copas de vino a pares: una, otra, otra más, y así hasta que perdías la cuenta.

A mediodía aporreaste la puerta de tu casa, estabas borracho como acostumbrabas siempre que no tenías faena en el monte, esos días ni una gota; la paga del mes se te iba pronto, tu mujer casi ni la veía, sabías que había tenido que pedir a escondidas más de una vez a la vecina treinta euros para poder comprar algo de comida en la plaza, ignorabas la situación, disimulabas bien. Tonto para muchas cosas, para otras, demasiado listo.

El puchero estaba caliente, mojaste sopa abundante de pan en la pringada, tomaste la última copa de vino blanco, eructaste bruscamente, lo que hizo que Marga volviese la cara en señal de asco y te fuiste a la cama a dormir la siesta.

A las dos horas ya estabas buscando bares abiertos en los que gastar el dinero fresco de los bolsillos; te quemaba.

En la esquina de la barra bebías una copa tras otra. Buscabas conversación entre la gente, pero todos te huían, en parte porque cuando bebías te ponías muy pesado, en parte por el aliento, porque apenas se te entendía nada y sobre todo porque se arriesgaban a llevarse algún hueso roto si porfiaban demasiado: contigo pocos se picaban, más de uno tenía la nariz partida o un ojo amoratado en menos que cantaba un gallo, una palabra mal entendida, una mirada de desprecio o simplemente el no querer aceptar la última copa que les ofrecías daba como resultado un bollo en la barra de acero, alguna que otra mesa partida en pedazos o una copa estrellada en la cabeza. Te enorgullecías de haber matado un mulo de un solo puñetazo y varios eran los testigos que lo certificaban.

En suma, todos te temían.

La noche transcurría con relativa normalidad hasta que el camarero te dijo las malditas palabras:


Lo siento, Manuel, pero el jefe me ha pedido que no te eche una copa más.

¿Cómo?, todavía no ha nacido quién me diga a mí que no.

El chico se retiró a la cocina hasta que salió Rafael, el dueño.

Te dijo con buenas palabras que ya había llegado la hora de marcharse, que todas las copas que

te habías tomado las pagaba la casa, pero que iban a cerrar.

¿A cerrar, con toda esta gente aquí?. Tú me quieres echar, y de aquí no me muevo aunque llames a la Guardia Civil.

El dueño echó de más temple aún y le volvió a pedir que te fueses, pero tú no hacías caso, estabas poseído por sabe Dios qué demonio. Lo cogiste por el cuello e hiciste ademán de darle un puñetazo, pero en ese momento, alguien te cogió a ti el brazo derecho. Miraste atrás, un hombre vestido enteramente de verde te dijo que tenías que acompañarlo al cuartelillo. En ese momento comprendiste que no valía la pena seguir la batalla.

Cuando te retirabas, miraste a Rafael, y le dijiste: Esto no se va a quedar así, ya lo verás. No apareciste más por el bar, pero en el pueblo ya todos sabían de tu amenaza. Rafael te presentía a cada momento y aunque era un hombre curtido en mil guerras, ésta sabía que iba a ser la más dura a la que se hubiese enfrentado jamás. Lo conocía bien, demasiado bien.

Procuraba no quedarse solo y cuando cerraba alguno de sus hijos le acompañaba. Algunas noches le había parecido ver luces rondando por su casa, los perros así parecían indicarlo, pero no se atrevía siquiera a salir.

La situación se fue relajando, pero el dueño del bar no era el mismo, el pánico se había dibujado en su rostro y no conseguía quitárselo de encima.

Nadie recordó el suceso hasta que una mañana, cuando Rafael cerraba el bar para hacer las compras, sintió algo frío y duro sobre su espalda. No necesitó nada más para saber que eras tú encañonándole con tu escopeta de cartuchos repetidora.

Una sola mirada de súplica fue lo único que pudo hacer antes de que le descerrajaras cuatro tiros. Dos en la espalda, cargaste de nuevo el arma y volviste a disparar esta vez sobre el corazón cuando Rafael estaba en el suelo boca arriba.

Huiste como los cobardes montaña arriba, pero la Guardia Civil te encontró a las dos horas. Cuando te llevaron ante el comandante de puesto, éste te le leyó los cargos:

“ Pascual Sánchez Gómez, estás acusado de asesinato de Rafael Sánchez Pérez, tu padre “.

1 comentario:

un crochet andalou dijo...

Mané ..me has enganchado y he tenido que terminar tu relato...a estas horas de la noche, me has dejado el cuerpo cortao...encenderá la luz...