lunes, 20 de diciembre de 2010

" La colmena "


Ocho y media de la mañana, hace rato que pasaron los más madrugadores.En la cafetería hay cierto revuelo, me extraña ver a Luisa la cocinera rulando tras la barra a esas horas, encima de la vitrina de cristal hay dos cajas de croisants llenos de jamón york y queso, pregunto a Sonia, previos buenos días y me cuenta que están preparando un pequeño catering de desayuno para unas gentes del polígono.
En la esquina de la barra fuman Rocío, siempre con la sonrisa en la boca y su amiga-compañera, han tomado el café y apuran el cigarrillo antes de entrar en la empresa, Borja lee el Marca, el directivo del concesionario apura la tostada mientras ojea el ABC, el montón de periódicos del 20 minutos se apilan en la esquina opuesta, acaban de dejarlos, pronto se desperdigarán por las mesas, aunque siempre terminan algunos en el cubo de la basura al final del día.

Sonia ha hecho olvidar a Dioni, el camarero más famoso e irónico que pasó nunca por “ Guadalquivir “, personaje singular donde los haya que diariamente derrama ingenio en la bodeguita Casablanca, un lujo para el paladar y un oasis de sevillanía entre tantos Starbucks, Rodillas y otras lindezas que inundan el centro de Sevilla cual olas desbocadas de la mal llamada globalización.

Al momento tengo la tostada calentita con mantequilla de Arias ( lata amarilla y azul de toda la vida, nunca porción, heredada de mi época de desayunos en Fausto ) con jamón york, cada día voy variando, unas veces sobrasada, casi siempre los martes, y rara vez una con aceite y tomate, tengo un poco liada a la camarera, pero ella nunca se queja, ni conmigo ni con nadie.

Entra un hombre con el pelo estilo jeyperman, sonrisa en la boca, saca de una bolsa un par de zapatos y se los entrega a Sonia. Le explica cómo le ha hecho el arreglo de las tapas. Es el verdadero “ Zapatero “ del Cerro, incluso tiene una fotocomposición con el presidente del gobierno dándole la razón. Es marroquí, no sé su nombre, pero es la simpatía personificada. Cobra su trabajo y se va, solamente se toma un vaso de agua fresca.

Siempre me busco la parte izquierda de la barra, localizo un banco acolchado ( los de madera son algo duros, siendo diplomático ) para leer tranquilamente algún periódico, El Mundo, el Marca o el ABC, no me gustan los gratuitos, es un momento para degustar el desayuno mirando los artículos con cierto detenimiento, me repatea que llegue algún cliente y tenga que tomar el café con él, porque debo engrasar el pensamiento y eso lo suelo hacer cuando me monto en el ascensor para subir a la primera planta ( sí, las escaleras son un coñazo ), pero que yo ando, y bastante.
Saludo a Juan, el padre de Fernando, dueño del bar, al que llama el Niño, cariñosamente, son ambos la ironía personificada, da gusto verles el humor que gastan desde primera hora.
Fina, la interventora de la Caixa suele llegar a la misma hora que yo, se toma su primer café de la mañana tranquilamente fumando un cigarrillo rubio, aunque presiento que no serán los últimos, ni el tabaco ni el café. En poco tiempo llegará mi compañero Juan, que busca una mesa de las estratégicas, con vistas a la calle, pide su media tostada con el café y se lee el ABC sentado tranquilamente.

A la hora del almuerzo, llega María José, la camarera más guapa en el ranking de la hostelería del Cerro, sin desmerecer a las demás, pero ese piercing tiene un no se qué.

Hay dos cámaras de grabación digital estratégicamente distribuidas, no tanto disimuladas, pues una de ellas trasladan a casa de Fernando las imágenes de este particular “ Gran Hermano “.

El bar tiene entre otras particularidades una sala de relajación, vistas maravillosas de jamones olorosos colgados de la pared y hasta una lata gigantesca de caña de lomo de jabugo que estoy seguro de que entraría en el libro Guiness de los records si se lo propusiera. Nunca pregunté, pero me huelo que siempre ha estado vacía, además hace labores de apoyo de una de las susodichas cámaras.

Un personaje nuevo aparece por la cafetería: nada más verlo lo bautizo como caballo loco, un chino con los ojos inyectados en sangre, pelos largos de punta, de mediana edad, que toma café a mi lado. Habla, bueno intenta hacerse entender con dos mecánicos a los que invita a una copa de anís Castellana sin hielo. Pide agua, pero la quiere caliente. Cuando le traen el vaso vierte en él un sobrecito de hierbas verdes que deja asentarse sin echarle azúcar. Los mecánicos le comentan que si el hachís se lo bebe, que no se lo fuma, el chino no entiende nada pero se ríe. Paga con un billete de 20 euros y Sonia le da todo el cambio en monedas de euro. El chino deja el café a medio tomar, hace un gesto con las manos a los hombres a los que ha invitado, ignora las hierbas y se va directo a la máquina recreativa que está al otro lado del bar.

Termino de leer el Marca, pago y me voy. Han pasado diez minutos y Caballo Loco continúa echando monedas, aunque de vez en cuando la maquinita le da algunas para cautivarlo con su música halagadora. Me despido de Fernando, quizás baje a las 11.30 horas a tomarme un máquina, puede ser, no seguramente el chino seguirá allí.

El bar es una colmena en la que las abejas entran y salen todas por el mismo agujero del panal a cumplir su misión, yo entre ellas, mientras otras abejas se afanan en atenderlas, hay algún zángano que revolotea, tábanos que cumplen su función y sólo falta la reina que quizás algún día se digne a pasar por allí.















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