lunes, 26 de octubre de 2009

" Los funerales del Papá Grande "

Las campanas del pueblo repicaban misa de difuntos. Eran las doce de la mañana de un día caluroso de verano.
La iglesia estaba situada en la parte más alta, desde allí se podía divisar todo el mar Mediterráneo. Para llegar hasta ella había que subir una cuesta muy empinada de no menos un kilómetro y los coches allí no podían llegar por la estrechez de la calle, así que el féretro hubo que trasladarlo desde la parte baja a cuestas.
Aquella no era una opción fácil porque el muerto no era un muerto cualquiera. Don Jorge Alvarez de Sotomayor y Sotomayor ( El último apellido había sido añadido por él como signo de distinción ) pesaba al momento de su defunción ciento ochenta kilos de orondez. Por algo era conocido en el pueblo como el Papá Grande.
Los vecinos habían ido acudiendo desde primera hora de la mañana, cuando la humedad y las altas temperaturas todavía no se notaban demasiado. El templo era un bullir de abanicos y cuchicheos de las mujeres, mientras los hombres aguardaban en la puerta charlando entre ellos.
Cuando el coche fúnebre aparcó a la entrada de la calle principal, quince hombres se acercaron para tirar de la caja y sacarla. Entre todos pudieron apoyarla en unas banquetas preparadas para la ocasión, cogieron fuerzas y empezaron a subir la cuesta.
Algunos sudaban, otros se quejaban, los más no podían ni hablar, nadie lloraba por él. La joven viuda iba agarrada a una de las hijas del Papá Grande, la única de los cinco que había acudido al entierro. Los cuatro restantes, aunque habían sido avisados, ni siquiera hicieron intento por acudir. El mayor dijo " que se pudra ", la más pequeña comentó " yo hace quince años y diez días que ya no tengo padre " y los otros dos no soltaron lágrima alguna.
A medio camino, uno de los hombres ni siquiera pudo avisar, cayó en redondo sobre los adoquines, y allí fue a socorrerle el médico que iba atrás, en previsión de lo que podía pasar. Lo relevó otro hombre escuchimizado que apenas llegaba con sus brazos al féretro.
Y es que el Papá Grande había sido puñetero hasta en los preparativos de su muerte: Dejó escrito que el entierro debía ser a la hora de más calor del día y lo tenían que llevar sus trabajadores, todos. E incluso dejó dicho al capataz de su finca, que vigilara si alguno no cumplía para despedirlo ese mismo día. El cuerpo debía ser incinerado y repartidas sus cenizas en un gran velero blanco cinco millas mar adentro.
Tras tres cuartos de hora de subida, tres desmayos y un síncope, llegaron a la Iglesia donde sonó el himno de su país, como si fuera una persona importante. El cura en un principio se había opuesto, pero los euros que depositó en el cepillo hicieron el resto.
El cuerpo fue depositado en el altar, con doscientas coronas de flores, uno por cada habitante. Habían tenido que abonar obligatoriamente treinta euros cada uno a la única floristería del pueblo, que por supuesto era también del Papá Grande.
El cura empezó a alabar las venturas y gracias del Papá Grande hasta que en el silencio de la oración y la confesión de los pecados se oyó:
" Cabrón ".
" Cabrón ".
" Desgraciado ".
" Putón ".
" Degenerado ".
Las mujeres y hombres que llenaban la Iglesia se miraron unos a otros escandalizados, hasta que pudieron ver cómo un grupo de seis chicas entraban por las puertas abiertas, una detrás de otra, a cual más joven, atravesaban la calle principal seguidas de los ojos de todo el pueblo y se paraban delante del altar.
Cuando llegaron allí, la viuda se levantó y les hizo frente.
La tierra se paró en aquél instante, ni siquiera los abanicos se movían.
Por fin, la jovencísima viuda les dijo en un tono que no aceptaba réplica " Todo lo que habéis dicho es verdad, sé que se acostaba con vosotras por dinero, que os prometía la herencia, que con más de una tiene hijos pequeños no reconocidos, que ha abusado de todos y de todo.
Por eso, padre, le digo, que este hombre no merece ser enterrado, que no merece estos honores, que si hay un Dios no puede acogerlo a él en su seno, que nos ha tenido atemorizados a todos durante demasiados años.
Así que pediría por favor que nos quitásemos todos nuestras ataduras y démole el entierro que se merece ".
Los hombres primero y luego las mujeres empezaron a chillar y a gritar, todo era algarabía y llantos de alegría y emoción.
Cuando alguien apareció con un carromato de dos ruedas en la puerta, la locura se desató.
Había pelea por coger al Papá Grande. Forzaron el féretro y lo sacaron de él. Lo metieron en el carromato entre no menos de cuarenta y lo empujaron calle abajo.
Nadie se paró a contemplar desde arriba, los niños corrían, los ancianos corrían, los hombres corrían, las mujeres corrían, todo el pueblo corría.
Nadie se quiso perder cómo el Papá Grande se despeñaba por el acantilado y acababa en el mar con carromato incluído.

1 comentario:

Reyes dijo...

plas, plas, plas..

Encantador.