viernes, 16 de octubre de 2009

Aire

Este es el primer cuento que escribí y ya apareció una vez en este blog.

Pero ahora lo traigo de nuevo porque será el primer cuento del libro " Mil caras de un prisma , cuentos entre lo cotidiano e irreal ".

¿ Cuando saldrá ?.

Sólo Dios y la imprenta, por este orden, lo sabrán.

Espero que muy pronto.

Ahí queda.


Ni Facinas era Macondo, ni su apellido era Buendía, ni oiría hablar en su mísera vida de las historias de “ Cien Años de Soledad “, pero Manuel Navarro, conocido por todos como Manolito, sentía muy cerca a los muertos. No sólo porque el cementerio estaba a escasos metros de su casa, sino porque a él, precisamente a él, se le aparecían sus muertos particulares.

Todo comenzó aquella noche de fuerte levante, muchos años atrás, imposible recordar la fecha, cuando llegó a su casa, ya de madrugada, con alguna copa de más. Empujó la puertezuela de madera, medio caída ya por el paso de los años, fue a poner la botella de vino en el suelo y al ir a tumbarse en el camastro de madera, notó como en la habitación no estaba sólo, había alguien; Fue a encender la luz, pero ésta no funcionaba, tambaleándose entre montones de botellas llegó hasta la ventana. Consiguió abrirla no sin poco esfuerzo, la luz de la luna llena entraba poderosa. Manuel miró hacia atrás, y lo que vio le dejó boquiabierto, paralizado. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, comenzó a sudar y quiso gritar, pero la voz no le salía. Frente a él estaba su padre, su verdadero padre muerto veinte años antes. La sombra se fue acercando hasta quedar a un metro escaso de su cara. No cabía duda, era él, el mismo rostro, idéntica figura desgarbada, la gabardina oscura de siempre.
Quiso tocarle pero la figura retrocedió: Comenzó a hablarle con la misma voz que él recordaba, pero más serena. Manuel, que así se había llamado en vida, le contó que como espíritu había sido enviado para velar por él y que a partir de ese momento, todas las noches de levante vendría a verle. No debería tener miedo, pues no era más que una sombra, y como tal no podría hacerle daño. Solamente le advirtió que su aparición no podría comentársela a nadie, y que a aquella habitación no podría entrar persona alguna, ni de día ni de noche. Si esto ocurría, el destino actuaría.
Tal como vino, aquella sombra se marchó.
Cuando despertó, ya bien entrada la mañana, medio aturdido, no sabía si lo que había visto era un sueño fruto de la borrachera o no, pero una sensación rara pasó fugazmente por su mente y recordó la advertencia.



A mediodía bajó al bar, pero por prudencia no comentó nada a nadie. Continuó bebiendo y hablando con uno y otro vecino hasta que el sol comenzó a desaparecer por el horizonte. Miró el reloj del local y se dijo que era la hora de subir a su casa. Pagó su botella de vino de Chiclana acostumbrada casi a diario y a trompicones subió la calle, más por el viento que le empujaba hacia abajo que por el alcohol acumulado. Abrió con reservas la puerta de la casa, pero dentro no había nadie.
Tras comer un poco de queso con pan que tenía en una talega, bebió a pulso el litro de vino y se quedó dormido. En algún momento de madrugada despertó, el viento soplaba con tal intensidad que parecía que más que silbar, quería hablarle. Estaba tapado con una manta, pero aún así sentía frío. Esta vez no tuvo miedo cuando volvió a aparecer a su padre, pero sí dio un respingo de la cama cuando la vio, era ella; no supo si la sorpresa venía de ver aparecer a más de una sombra o de que ésta fuera su madre, doña Juana, esa figura pequeña, menuda, triste.
Comenzó a hablarle con una voz pausada, calmada, serena; Esta vez no intentó tocarla pero sí se sintió cómodo con ella, hablaron de la infancia de ambos, los momentos de felicidad vividos, les reprochó su falta de cariño y así continuaron hasta que la primera luz entró por la ventana.

El domingo apareció radiante, sin asomo de viento alguno. Volvió a bajar al centro del pueblo a beber y aunque tentado estuvo de contar lo vivido la noche antes, cayó por prudencia.

Fue un invierno de viento fuerte de levante, y así lo recuerdan los mayores del lugar porque apenas sopló algún día de norte y ninguno de poniente. Muchos días continuados de aire desesperan a cualquiera, porque es difícil acostumbrarse, pero para Manolito fueron fechas exultantes de hablar con “ sus gentes “, porque cada noche venía algún muerto nuevo a verle, siempre Juana y Manuel con ellos.

Los vecinos de la calle oían todas las noches la voz de aquel borracho con nitidez entre aullidos del viento.

Quizás fueran los mejores momentos de felicidad en la vida de Manuel Navarro, aquellos en los que pudo transmitir sus sentimientos sin ser tomado por un loco y oír las historias de los suyos.

Todo ocurrió una mañana de lunes en la que el bar del mercado estaba desierto, eran las 9,30 horas y extrañamente Manolito bajó a comprar carne, ya que apenas comía. Comenzó a hablar con José Luis del levante y ésta vez no pudo contenerse.
Le contó lo que llevaba tanto tiempo callando, con profusión de detalles, de sus encuentros, de sus visitas y era tanta la fluidez en sus palabras que el barman no pudo por menos que sorprenderse, apenas pestañeaba. Manuel Navarro se sintió por un día importante. Cuando comenzaron a llegar algunos vecinos, éste calló y en ese momento se dio cuenta del error que había cometido.
Aquella noche nadie oyó al parlanchín aunque el viento de levante que soplaba con intensidad hubiera podido llevar su voz hasta el fondo de la calle. Dos días después, Antonio el vecino mayor tocaba en la puerta de su casa, pero ni una contestación. Se alarmó y fue a buscar a Juana, la viuda que vivía dos casas más abajo, que sabía que era una mujer valiente que no tenía miedo a nada. De un empujón abrieron la puerta y encontraron a Manolito tumbado en la cama, yacente, con la boca abierta y los ojos desencajados. Juana había visto muchos muertos pero éste parecía diferente, era como si el alma hubiese escapado del cuerpo. En el cuarto hacía un frío raro. Tras avisar al médico éste certificó su muerte, llevándoselo a la hora.

La vecina Juana salió la última de la habitación y mientras entornaba la puerta miró hacia atrás; Por un momento creyó ver algo que se movió por el espejo.
Cerró definitivamente pero no dijo nada.

Desde ese día Manuel Navarro es una sombra más.

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