martes, 1 de julio de 2008

10.000

La vida de Miguel se resumía en cuidar un pequeño rebaño de cabras en la montaña. Vivía en una casa a medio kilómetro del pueblo. No tenían luz, y sus padres se apañaban con una pequeña batería y la chimenea que les daba calor en las frías noches de invierno.

Nunca fue a la escuela porque su padre decía que las cabras no podían estar solas por el monte y casi desde que comenzó a andar la sierra no tenía escondite para él. Allí era feliz, sabía donde estaba cada madriguera, cada nido, cada ruta de caza de las alimañas, y aunque siempre estaba solo, aquél era su mundo, donde se encontraba seguro.

Cada dos días bajaba al pueblo y compraba algo de carne para el puchero en el pequeño mercado de abastos con el poco dinero que sus padres podían ahorrar.

Pero un día, cumplidos los doce años, sucedió algo que le desconcertó sobremanera. Estaba esperando para que le atendieran, cuando Gaspar, le dijo que se esperaba un poco. Cuando terminó de atender, el carnicero le dio un cuaderno con las hojas en blanco y le comentó:

- Te voy a enseñar a leer, y a escribir, eso es muy necesario para la vida.

Pero para qué voy a querer eso en la montaña con las cabras.

Y así fue como Miguel el cabrero aprendió a saber distinguir unas letras de las otras, a saber cuantas cabras tenía o cuanto le podían pagar por cada una de ellas y todo lo apuntaba en su pequeño cuaderno que se iba llenando poco a poco.

Pero lo que más le impresionó fueron los números más que las letras.

Un día, sentado en el risco donde se divisaba todo el pueblo, pensó que porqué no sería capaz de contar hasta diez mil, pero como era un poco aburrido, decidió que cada coche que pasara por la carretera lo apuntaría en su cuaderno.

Pasó un día, y otro, y otro, pero el pueblo era muy pequeño y el número mágico no llegaba, así que se buscó una piedra más alta donde pudiera ver más amplitud de camino y todos los días, Miguel dejaba pasar las horas contando coches hasta llegar a los diez mil.
Pasó un año, pero Miguel siguió constante.

Buscó el pico más alto de la montaña, el paisaje era maravilloso, hasta el mar en los días claros podía ver y allí, a la caída de una tarde de primavera, un coche rojo que pasó en dirección a Cádiz fue su número mágico.

Lo había conseguido. Con un cincel y un martillo grabó en la piedra, 10.000.

Supo en ese momento que todos los retos que se propusiera sería capaz de realizarlos.

Desde entonces, a esa piedra se la conoce como el tajo de Miguel.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que es de recibo hacer notar nuestra presencia en lugares por los que es un placer detenerse, por ello, solo quería que supieras que en mi tienes una lectora desde que la Dama te presentó en su salón...aunque no deje comentarios.

Reyes dijo...

Sin palabras me has dejado.
Un relato muy bonito, muy del alma y muy bien contado.
¡que alegría me da que escrribas tan bien!

No te olvides de pasar por el pentagrama de la blogosfera, donde la musica se escribe con G de Glauca.

Un besazo.