miércoles, 23 de octubre de 2013

Otoño 3


Cae la tarde sobre los tejados de las casas. Los estorninos cantan en las antenas, pasa un bando de garcillas bueyeras hacia los cañaverales de las afueras del pueblo, allí donde antaño se cazaban los gorriones al atardecer. Los huertos de alrededor yacen áridos, sin nadie que los siembre, han perdido su razón de ser, al igual que el viejo molino harinero con su escudo heráldico en el frontal, orgulloso de su pasado.

Las canalizaciones de agua del molino esperan que llueva para sentir el correr por sus piedras, pero aún queda para que el otoño se deje sentir con fuerza. Las zarzas lo pueblan todo, insignes moradores de tanta vida abandonada por el discurrir del tiempo.

Ya no hay niños que corran por los carriles de tierra con sus bicicletas, tampoco huele a madera, esa que durante generaciones fue la vida de la familia que habitó la casa, el pozo, con la vida que da el agua que se almacena en sus entrañas ya poco se usa, más por alguna familia de gorriones solitarios que por otros moradores.

El solitario eucalipto da cobijo a algunas lavanderas que huyen del frío invernal del norte. No hay humo en las chimeneas, de la fragua no queda ni el recuerdo.

El palomar se desploma con el paso de las primaveras.

Hay en el ambiente un extraño olor a tristeza, a otoño desvaído, a lo que fue y ya no es, a pasado que ya no volverá.

A vivencias de mi niñez.

 

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