domingo, 20 de febrero de 2011

La hoguera de los malos momentos











Noche clara, algunas estrellas comienzan a despertarse e iluminan el cielo.

Todo está preparado, las maderas apiladas en el descampado, nadie alrededor. A lo lejos el bullicio de los hombres y mujeres en el bar que hacen salen cuando el Lorenzo dejó de achicharrar a los mortales.

Falta lo más importante, el coche está cerca, voy a buscarla.


Abro el maletero y saco la caja, pesa un poco, pero no importa.

Me acerco a la montaña de leña dispuesta a arder, espera mi mecha.

Comienzo a sacar primero ordenadamente cada libro de la caja, después la ansiedad puede conmigo, los voy lanzando hacia la hoguera muerta, algunos caen dentro, otros alrededor, entre la maleza. Los busco hasta asegurarme de que ninguno escapará.

Rompo la caja con rabia, los cartones también arderán.

Saco el mechero del bolsillo y prendo un papel de periódico, es verano, hace calor, la hoguera comienza a crecer, primero con timidez, pero cuando las llamas alcanzan a Sir Arthur Conan Doyle, sus hojas se retuercen de dolor, exclaman, chillan, las letras ascienden.

Es triste quemar a Sherlok Holmes y su inseparable Watson, pero ellos seguramente me entenderán.

Por un momento siento el remordimiento de acabar con una encuadernación antigua, bien presentada, con sus marcapáginas, con un negro clásico y papel antiguo, pero ya no puedo.

Nunca pensé que podría hacer desaparecer libros, con sus historias, sus aventuras, pero esos sí, debían morir, no merecen ser recogidos por nadie, pues están impregnados de la maldad de su antiguo dueño, de su ira, nacieron libres, pero al ser tocados y comprados por un dinero robado a los demás, abusado con miles de horas de sufrimiento, de desazón de sus trabajadores no merecen ser abiertos siquiera, aunque fuera por alguien desconocido.

Maldita la hora que los recogí de aquél asqueroso ser, nunca debí aceptar ser el nuevo dueño de un material que él sembró con tanto odio. Por eso nunca me atreví a leer ninguno, aunque las pastas eran antiguas, aunque las historias me atrajeran, jamás abrí página alguna, pues eso significaba recordarlo a él, que se pudra por ahí, donde esté, seguramente abusando de alguna prostituta, sacándole el dinero a algún pobre extranjero o estafando a cualquiera que se ponga en su camino.

Arden, se consumen, la ira va ascendiendo en la columna de humo, también el dolor, mi dolor, mi sufrimiento, no quiero verlos más.

Los libros malditos arden bien.







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