lunes, 19 de julio de 2010

Un camino sin retorno

Pequeñas figuritas se desparraman a lo largo de la azotea. Algunas en bolsas, otras sobre el suelo, todas describen la ausencia del calor humano. Son pasado ya, este año no tendrán uso en una mesa de salón, acabarán en la basura, como las bolas del árbol de navidad, las figuritas de porcelana que adornaban el mueble-bar no hace mucho tiempo, como los recuerdos de tantos años en Alemania como emigrantes, objetos inútiles que Antonio fue guardando en el cuarto de la planta de arriba, compañeros pasivos de juegos de la gata negra, de sus crías y hasta de la perrita simpática que movía la colita a los niños de la casa vecina.
En la terraza no hay flores, ni siquiera aquellas macetas secas, solamente la lámpara incrustada en un azulejo que los encargados de la limpieza no pudieron despegar. Los dos dinosaurios verdes de goma que intentaban asustar también han desaparecido. El camión de la basura los recogió como a tantos otros recuerdos.
También se llevó los disfraces que él usaba cuando llegaba el carnaval de CHipiona.
Se fue María y también Antonio veinte días después.
No volverán.
En la puerta de su casa aún permanecen sus nombres y apellidos en una plaquita que con tanto esmero encargó él.
El buzón está vacío.
Eran mis vecinos.

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