jueves, 13 de mayo de 2010

Una historia inacabada

Harry se sentía en aquellos momentos el rey del mundo. Carreteras inmensas, rectas interminables donde no se veía el final, apenas coches y la sensación de ser el único ser humano en aquél apartado rincón del planeta. Sí, decididamente la ruta 69 era el paraíso, su paraíso.


Todo iba perfecto hasta que aquél maldito camión se colocó tras su Hammer. La música de Elvis sonaba en la radio mientras que saboreaba un Malboro con el cristal bajado con la mano fuera del coche. Cuando lo vió por el espejo retrovisor pisó al acelerador a fondo porque el monstruo parecía que venía a por él. Sonrió para sus adentros al volver la vista atrás y no verlo.

Iluso, pensar que podría adelantar a uno de los mejores conductores de la región, si no el mejor.


Encendió otro cigarrillo.

Encendió otro cigarrillo. Lo noche estaba siendo demasiado larga, quedaban pocas horas para entregar la novela, aquella maldita novela que le estaba gastando por dentro. Apuró de un trago el vaso de wisky, asomó la cabeza por la ventana, necesitaba aire, aire contaminado de coches, de ruidos, de ciudad, pero en suma aire. En aquella apestosa habitación, Stefan sentía que se estaba consumiendo, pero ese era el precio que debía pagar, un millón de dólares por la gran historia que rompería el mercado y él, el gran escritor Stefan Frarl no podía defraudarles, aunque la vida se le fuera en ello.

Dejó que el aire entrara y se sentó de nuevo a escribir frente al ordenador:

Apenas llevaba dos caladas, cuando un imponente sonido de claxon le dejó sin aliento. El maldito camión, el espejo no le permitía ver quién lo conducía, sólo podía ver grandes dibujos de dos águilas imponentes en la cabeza del vehículo gigantesco pintado de negro. Quiso apartarse para que le adelantara, pero descubrió que quién fuera tenía ganas de juegos. Siguieron varios kilómetros así, hasta que el amenazador comenzó a golpear por detrás su coche. Intentó acelerar pero el camión no se separaba de él. Cien, ciento veinte, cincuenta, sesenta, Dios, una curva, iban los dosn irremediablemente al precipicio...

Un timbre suena, Stefan se levanta de la silla y abre la puerta. No mira quién puede ser.

Poco después, la carretera vuelve a la soledad acostumbrada. Una columna de humo sube por la curva veinticinco.

La batería avisa que el ordenador se está apagando, la historia se pierde.

Un hombre yace en la soledad de una habitación.

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