jueves, 4 de marzo de 2010

Confesiones de un pecador

El padre Ambrosio acostumbraba a esas horas a dar su buena cabezadita sobre el cojín del confesionario, en primer lugar porque era lo más tullido que tenía, en segundo porque en la Iglesia se estaba fresquito y en tercero, porque en pleno verano, a las cuatro de la tarde ningún feligrés se atrevería a ir a buscarle. Roncaba después de un buen gazpacho reclinado, aguantando la cabeza con la mano derecha, cuando notó una mano que se posaba en su hombro.

Dio un respingo y se levantó de inmediato.

Padre, padre, decía una voz a otro lado de la rejilla.

¿ Quién eres hijo ?, estas no son horas de confesión.

Soy Pascualito, el hijo de Ramón. Necesito confesarme con usted, padre Ambrosio.

Ya te he dicho, que la hora es por la mañana o esta tarde, antes de misa de ocho.

Pero lo mío es muy urgente, padre, no puedo esperar. Lo he visto.

¿ A quién ?, hijo.

A él, al maligno.

El padre Ambrosio, cuya edad rondaba los sesenta, único párroco de la Iglesia de San Blas de la pequeña población sevillana del Madroño se terminó de despertar del todo. Llevaba poco tiempo allí, pero no le disgustaba el lugar, por lo menos podía comer caliente todos los días. Ser cura a finales del siglo XIX no significaba gran cosa, pero de hambre no moriría, de eso estaba seguro.

Para un burgalés acostumbrado a dar tumbos de pueblos nevados con frío y más frío, llegar a una tierra cálida, tórrida en verano, casi fue una bendición que el divino puso en sus manos.


¿ Cómo dices ?.

Padre, usted siempre nos enseña en las clases de catequesis que el diablo está entre nosotros, que tenemos que renegar de él, y que puede tomar muchas formas. Yo lo he visto con mis propios ojos esta tarde.

¿ Cómo ha sido ?, el cura no daba demasiado crédito, pero aún así mostró interés.

Venga conmigo y se lo mostraré.
¿ Ahora ?.
El chico parecía que hablaba en serio por el rictus que ponía con la boca. Estaba nervioso, mucho, demasiado quizás. Ni siquiera dejó que el cura reaccionara, tiró de la sotana con tanta fuerza que lo levantó del reclinatorio.
En diez minutos, niño y hombre salían del pueblo y tomaban un camino de vacas que salía al norte. A esa hora hacía calor, pero la umbría del bosque de pinos que recorrían mitigaba un poco sus sudores. Don Ambrosio arrastraba sus sandalias raídas, a duras penas alcanzaba al chicuelo que ya casi se le perdía tras el recodo.
Durante un tiempo que se le antojó eterno ambos subieron y bajaron la montaña, pero al doblar una de las curvas, cuando el camino comenzaba a despejarse de árboles, el padre Ambrosio comenzó a notar un olor diferente, distinto a todo lo que había sido capaz de percibir en sus años de vida. Le desconcertó mucho. Así anduvieron hasta que el carril terminó.
Don Ambrosio Vázquez de la Torre abrió la boca como para decir algo, miró al niño y se desmayó.
Lo que había visto era superior a todo lo conocido. Su obtusa mente no había sido capaz de asimilar aquello.
Solamente cuando el padre de Pascualillo les explicó a los dos qué era aquello, niño y cura, cura y niño se tranquilizaron.
" Aquello " era el Río Tinto.

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