Cae la tarde
sobre los tejados de las casas. Los estorninos cantan en las antenas, pasa un
bando de garcillas bueyeras hacia los cañaverales de las afueras del pueblo,
allí donde antaño se cazaban los gorriones al atardecer. Los huertos de
alrededor yacen áridos, sin nadie que los siembre, han perdido su razón de ser,
al igual que el viejo molino harinero con su escudo heráldico en el frontal, orgulloso de su pasado.
Las
canalizaciones de agua del molino esperan que llueva para sentir el correr por
sus piedras, pero aún queda para que el otoño se deje sentir con fuerza. Las
zarzas lo pueblan todo, insignes moradores de tanta vida abandonada por el
discurrir del tiempo.
Ya no hay
niños que corran por los carriles de tierra con sus bicicletas, tampoco huele a
madera, esa que durante generaciones fue la vida de la familia que habitó la
casa, el pozo, con la vida que da el agua que se almacena en sus entrañas
ya poco se usa, más por alguna familia de gorriones solitarios que por
otros moradores.
El solitario
eucalipto da cobijo a algunas lavanderas que huyen del frío invernal del norte.
No hay humo en las chimeneas, de la fragua no queda ni el recuerdo.
El palomar
se desploma con el paso de las primaveras.
Hay en el
ambiente un extraño olor a tristeza, a otoño desvaído, a lo que fue y ya no es,
a pasado que ya no volverá.
A vivencias
de mi niñez.
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