Fatma tiene cuatro años.
Hace unas horas tenía a su madre, ahora está sola.
Su madre está junto a ella, pero es un charco de sangre inerte.
El silencio se ve sacudido de vez en cuando por un silbido seco que precede a otro misil más.
Después, humo, polvo y silencio de nuevo.
Fatma no tiene hambre ni sed, aunque hace mucho tiempo que no come ni bebe nada.
Fatma no grita, su voz se quebró hace unas horas.
Tiene sus manos ensangrentadas, su trajecito manchado de tierra, sangre y polvo.
Fatma se agarra a su madre, la abraza y llora.
Muchas lágrimas ha derramado ya, pero siente que tiene que seguir llorando.
No anda, no quiere, no sabe, no puede.
Fatma no entiende nada, no sabe qué es Israel, no sabe de luchas, de territorios, de políticos, de guerras, de invasiones.
Ni siquiera sabe si su país es Palestina o de dónde es.
Fatma quiere que alguien venga a socorrerlas, a ella y a su mamá.
Fatma está sola.
No hay esperanza para Fatma.
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