lunes, 5 de agosto de 2013

Cuento de verano ocho: los abrazos rotos

Hace un año ya que desaparecieron de su mundo, como el título de aquella película de Almodóvar, los abrazos rotos.

Se fueron aquellos besos que sabían a amargura, a falsos, a cariños hipócritas, a lenguas ajenas, a olas que van y no regresan, o vuelven revueltas, llenas de arena, sucias.

Y ella quería creer que eran auténticos, sinceros, entregados a la pasión que se escapó resbalando por las suelas de aquellos zapatos marrones como sus ojos.

Sentir sus poderosas manos sobre la espalda le producía escalofríos que recorrían cada palmo de su cuerpo, eso que ella quería llamar amor se llamaba mentira.

Esos mismos dedos acariciaban al mismo  tiempo otros cuerpos,  hacían sentir las mismas sensaciones a otras cuyos nombres jamás habría de conocer ni aunque lo hubiese implorado a la más poderosa de las hechiceras del planeta.

Los pequeños momentos de intimidad se habían ido suavizando en el tiempo como las últimas hojas que caen de los árboles cuando el otoño se muestra poderoso.

Ahora sentía dolor en su interior, más por haberse engañado a sí misma bajo la coraza que algunos llaman amor que por perder a alguien que hizo de la mentira su ritmo de vida.

domingo, 4 de agosto de 2013

Cuento de verano siete: Realidades

Esperó a que el cansancio del cuidar de sus cuatro nietos le venciera y con la cobardía de la que solamente son capaces los seres rastreros, miserables, detestables e iracundos como él, a oscuras, sin espejos para mirarse, sin luces acusadoras, con la complicidad de la noche acabó con sesenta y nueve años de vida de ella.

Le bastó una simple herramienta, un inocente martillo, para ahondar en su propia miseria personal.

Aquella a la  que había maltratardo tantas veces en vida, aquella que jamás pudo sentirse orgullosa de su marido, aquella que escondió sus verguenzas debajo de la falda, que mintió por amor, ocultó por miedo a romper el pequeño hilo que sostenía a una familia que no merecía siquiera llamarse así.

Por eso, ni órdenes de alejamiento le habían valido.

Cuando quiso, pudo.

Y eso es lo más desgraciado de esta historia.

Ni siquiera fue capaz de sollozar.

Dentro de su podrida mente, algo le hizo pensar que había hecho justicia.

Aunque fuera consigo mismo.

Asco de vida, de ser, de persona.